martes, enero 16, 2018

Su corona

De qué me serviría esa otra mano temblorosa, que dibuja y vuela en la penumbra mientras se muerde las uñas mirando un punto fijo. Me parece que quisiera yo acariciar su cabello finito y llovido, que quisiera estar al otro lado de ese whatsapp de intrigas y contestarle con devoción, que sí, que la quiero. Pero no sería, después de todo, sino una inútil mascarada.

Pobre del que esté ahora en sus garras, pobre su ilusión sencilla de acompañarte o de pedirte que te quedes.  Cruzo una plaza amarilla en la noche de 18 de julio, pero ya no la busco en ella, ni en ninguna otra plaza de 18 o del mundo. Nada me aliviaría desnudar a otra princesa, si el dolor de morder los palmos de su carne no hace otra cosa que alejarme de mí mismo, venciéndome hasta el desconocimiento, llenar el vacío con las hojas secas de un perfume que se va perdiendo, bailando en el viento, para agotarse tras un ardor de silencio, bajo el yugo triste de las esquirlas de nuestra historieta, que finalmente no es más que un libro roto. Se despluma la noche en el cristal de la vereda, la luna se esconde bajo la tierra y canta para si, el estribillo del mismo misterio de siempre. La bajada sin retorno que dio a luz a la oscuridad de esta madrugada.  Que nadie alce su cuchillo contra el fragor de mar que tiene mi pena, porque mi montaña es sagrada y ninguna regla puede medir lo que está por fuera de su propia materia. Estoy flotando sobre la rigidez, nadando a penas sobre la roca madre, las canciones que canto esta noche son solamente para mí. La tarde tuvo el perfume de la muerta y el bajo cinturón del ocaso, los jazmines marchitos de mi amor por ella. Un barco se iba a prisa entre la escollera, desnudando en la Bahía, un sordo rumor de olvido. El cerro con su nobiliario y todo, era solo un fondo a contraluz para las golondrinas espantadas, volantes trágicas tras un disparo sin suerte. Arrojé entonces su perfume al agua, que en ese momento de mi soledad, era como un espejo de plata celeste y larga. Dejé la mochila de mis sueños, con todos mis poemas dentro, junto al soplido de la brisa norte, la dejé dormida en otros brazos, en un rincón del rompeolas centenario y tarareando la misma cancion, le di la espalda a lo que hubiese sido, a los cantares diáfanos y las aguas de las playas que jamás conoceremos. Entonces saco cuentas que en nada me enriquece desquitar todo mi desengaño en las carcajadas de otra espalda, en el hirviente latir de otro pecho y los dibujos entreverados de una lengua que no será jamás la que yo dibuje con mis dedos en la arena.



Resta ahora luchar de amor en la inmensidad de mi sangre, ser la propia salida al laberinto del tiempo imposible. Vagaré otra vez por los carnavales, solo, lleno de luces remotas y de palabras como gorriones, poblando mi propia noche, con las luces de otro sueño que no requiera sus abrazos para que brille el sol, porque en mí se ha muerto demasiado lejos de la orilla, en el momento en que del living su luz apagaba como un adiós infinito, al sur del atardecer. 

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