miércoles, enero 24, 2018

Marisa Virginia (dos)


Pero falleció, murió lejos de mis brazos en la noche de un carnaval que no pudo ser nuestro, murió mientras queríamos solucionar las situaciones que nos distanciaban, murió poco después de pelearnos por viejas tonterías, cosas que ahora, cuando ya hace casi un año de su desaparición física, me parecen tan , tan vacías de amor y llenas de incomprensión y fruta marchita, que no puedo sino sentrime el hombre más tonto de la tierra.
  Sin embargo, ese año trajo consigo la primavera, después del invierno del rencuentro. Esa estación estuvo signada por un nuevo alejamiento. Nos dijimos e hicimos cosas que lastimaron nuestros corazones por fuera de toda medida conocida y ella me deseó suerte para mi vida sin ella y yo me juré no volver a escribirle. Noviembre llegó silencioso, lleno de ausencias flotantes y de calles que caminábamos de la mano de una enajenación que tenía nombre y apellido.
  Cuando volvió el verano, salía yo de trabajar, creo que fue un domingo, y el dolor de la necesidad de su abrazo me asaltó, reduciendo mi voluntad y engrandeciendo mi corazón. Eran las seis de la tarde de un día algo nublado y yo andaba por 18 de Julio y Minas, con mis lentes aviadores, acogotado por la angustia de la distancia y le envié un correo poniéndola al tanto de la situación. "Me duele tanto que tengo que usar lentes", le dije y ella lo entendió. A la semana, Marisa Virginia estaba viniendo en un taxi nocturno a donde yo vivía. La esperaba descalzo, acalorado, con la bomba de mi sangre llena de enloquecidas polillas girando, anticipadamente, en torno a su luz. La esperaba con cerveza fría y un amor hermoso y abundante. Llegó con su short de jean, como la primera vez. Yo descalzo y sin remera. Esa noche no pudo haber tenido más romance, más deleite de la carne y del alma, no pudo ser más emotiva y como todas nuestras noches, salvo la última, más imperfectamente perfecta. El siguiente sabado volvió, había renacido el calor salvaje que nos vinculaba y a la mañana, cuando yo debía partir hacia el trabajo y Marisa a su casa a descansar (solo 2 horas habíamos dormido), marchamos juntos, abrazados, tomamos jugo de naranja con bizcochos y nos trepamos, con las rodillas temblorosas, a un ómnibus que nos servía a ambos. Durante el viaje ella fue dormida sobre mi pecho, sedada por mis latidos para ella, arrullada con suavidad por el motor grave y por los pozos constantes. Nos dejamos en un beso que no se quería terminar y gocé durante esos días de una felicidad indescriptible.

En febrero empezó el carnaval, nuestro tercer y último carnaval. Ambos estuvimos en el tablado esa noche, aunque en ningún momento ni nos vimos ni nos cruzamos. A medianoche la ansiedad y el fastidio me convencieron de partir a casa y me fui, aprovechando un aventón en auto. Me había quedado sin batería durante las murgas y al llegar, cargar y revisar el telefono, eran varios sus correos demandando nuestro encuentro. Hablamos por teléfono y demoró mucho en llegar, pero llego. Llegó en un taxi, medio borracha, a la puerta del apartamento en la calle Colón donde yo la esperaba, con la sonrisa más grande del mundo. Hicimos el amor demasiadas veces, cada vez era más intensa, más mágica y más salvaje que la vez anterior y a la mañana ambos faltamos a trabajar y nos abrazamos demasiado. Las sábanas anaranjadas atestiguaron nuestras más dulces expresiones de afecto y durante el día yo cociné para los casi sin dinero. Fuimos felices de nuevo entonces y pensamos que tal vez... Pero sus días sobre esta tierra estaban contados, porque dos semanas después volvimos a vernos y fue sí, la última vez. 

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