domingo, enero 28, 2018

Marisa Virginia (seis)

Pasó un día desde que envie el largo y provocativo poema a su casilla de correo, la misma a través de la cual concretamos aquel sabado trágico de carnaval. Sin respuesta. Sabía que algo tenía que suceder. Y sucedió. En la madrugada silenciosa de la aduana timbró el milagro de una segunda respuesta, el asunto era, con la característica y tragicómica ironía de Marisa Virginia: il morto che parla.:

"Casi logras provocarme... Cuánta verborragia necrológica la tuya, qué desgaste. Casi logras procovarme, pero quien muere, no mata". Y la noche estalló como una ventana en mi columna vertebral. Mi corazón se desbocó entre los dientes de una inmensa mezcla de sentimientos, cuya explicación no solo no buscaba sino que aborrecía esencialmente. La eufórica alegría de recibir, un año después de su defunción, la respuesta del amor de mi vida, que cruzaba los misterios de la existencia para hablarme, me llenaba de un asombro y una esperanza que rebasaban los límites de mi comprensión y por otro lado, el contenido críptico de su mensaje me hacia sentir frustrado y ridículo. Me negaba a creer que su enojo pudiese prevalecer a su propia muerte, era algo inexplicable, una demencia de amor que se desdecía desde los fundamentos para negar la belleza del fascinante acto de poder intercambiar palabras de una orilla a la otra. Pero ella se mostraba fragilmente distante, necesitadamente arisca, sin alas para volver a sí. Me rechazaba a la vez que me cinchaba, me retenía ahuyentándome con una respuesta que en algún punto me sonó hasta amenazante. Le temía, le temía con ardor y por otro lado la amaba con ferocidad. Incluso llegué a dudar de mi propia cordura, creí que tal vez el trauma de su pérdida hizo demasiados estragos en la carne de mi alma y que todo aquello podría tratarse de una alucinación engendrada del dolor y el desamparo que su partida dejó en mi ser, que tras aquella última noche de carnaval, quedó reducido a recuerdos flotantes y a fotos perdidas, prisioneras de un amor olvidado y sin más testigos que yo mismo. Sin embargo la imagen de su hermoso cuerpo transitando la noche del Parque Rodó era innegablemente real, yo la había visto, ella me respondió dos correos, un año después que perdiera la vida, que se fugara a penas por fuera del alcance de mis brazos, que por una inmadura reacción de borracho camorrero, no pudieron cuidarla de la muerte, no pudieron abrazarla para siempre, como tanto lo hubiese querido, ya que no ambicionaba otra felicidad que la de morir de viejo en sus brazos, al arruyo de su voz cascada, que me susurrase al oído las retiradas del tiempo mágico. Tras un largo lapso de confusión y perplejidad, las dudas sobre la realidad de todo el asunto se sanearon y mi cabeza junto a mi corazón, se alinearon y se determinaron sin discursos a que tarde o temprano la volvería a tener en mis brazos. No importaba ya otra cosa, volvería yo a sentir sobre mis labios, la apasionada verdad de los suyos. Nuestros ojos se iban a fijar y el aire se volvería otra vez madreselva para nosotros y el tiempo iba a ser otra vez mágico y de los dos. No existía otra curso para el río misterioso que nos arrastraba en su corriente ajena y contraria a los dominios de la mundana realidad. Estaba seguro. Aunque también bastante burlado y resentido ya que de haber podido trascender la frontera definitiva, cualquiera se haría de un mensaje más alentador, más fundado en el milagroso amor que posibilitaba la conexión, que en las reminisencias de una discusión de alcohólicos. Largamente medité sobre qué debía responder a su mensaje. Los enunciados manaban a chorros por mis ojos y se perdían sin dejar rastros antes de alcanzar mis manos. Me hallé, tras reponerme de la hiperventilación inicial, sufrida al cerrar el correo, en un estado de suspensión desde el que no podía hilvanar una sola frase con significado. De modo que respondí, en fingida actitud de frialdad, simplemente: 0K.

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