jueves, febrero 01, 2018

Marisa Virginia (ocho)

Después de eso, ya a las puertas de febrero, me fui a pasar una noche con mi familia a un balneario del Este. Fui perseguido, esta vez, por los recuerdos idílicos de nuestro primer verano. Recordaba haber venido a la misma cabaña, con el mismo sol tórrido y el mismo amor por ella que traía ahora, después de su muerte. A decir verdad, me era difícil precisar una diferencia sustancial entre la dificultad que ella proponía para nuestro amor estando viva, de la que proponía tras su defunción. Tanto en una como en la otra, yo me sentía presa del mismo desamparo y la misma incertidumbre, y me engrandecía la misma férrea voluntad y la misma determinación de estar en sus brazos a toda costa. "El hombre no se doblega ante los Ángeles ni cede por completo a la muerte como no sea por la flaqueza de su débil voluntad", ese pasaje de Joseph Glanville era, por encima del vulgar caparazón de las palabras, el faro espiritual que me guiaba, sosteniéndome, a través de toda esta locura. Conocía de primera mano los milagros de los que era capaz mi propia voluntad, pero también recordaba sin aletraciones, la voluntad de Marisa Virginia, su amor por la vida, su inagotable pasión por existir, y no creía descabellado en modo alguno que fuese capaz de trascender la muerte para cumplir los designios de su albedrío, tiñiéndolos con la gracia y la confusión de su histeriqueo sin límites. De modo que cuando la luna azul de fin de enero reinó sobre los pinares, volví a escribirle, ahora sí, manifestando de lleno mi resuelto deseo de volver a abrazarla, doblando por completo las más naturales normas de la propia existencia. Cuando ella respondió, solo habían pasado unas 2 o 3 horas desde que envié mi correo y lo que escribió venía afirmado en la misma tónica que sus anteriores respuestas. Simplemente: "No. Basta.". Entonces acometí haciendo uso de lo más fuerte de mi verba afiebrada por la locura y el deseo. Le recordé las maravillas orgánicas y los misterios de amor que eramos capaces de alcanzar juntos, sin más tiempo que la fugacidad de una noche o el del pálido estretor de una tarde de verano. Le recordé cuánto y cuán ígneo era el fuego que de irregular pasión manaba con caudal de océano y viento de selva. No escatimé en intensidad para convencerla, para hacerla entrar en la razón última que nuestro amor debería prevalecer a la muerte y sobre todo, trascender el oprobioso sentimiento que reinó durante nuestra nefasta despedida. A los 5 minutos, desde los oscuros dominios de lo innombrable llega su respuesta, esta vez, algo más blanda que la anterior: "hay luna llena y estás en el Este, deberias dejar el celular y yo, debería descansar". Esa noche me invadió el desconsuelo y la ansiedad. Di incontables vueltas en la cama mientras el inmenso astro derramaba su líquido marfil, plateando los verdes y alargando las sombras de la noche veraniega. Antes de caer finalmente dormido, casi pude sentir una veta del perfume de su cuello, flotando por el aire blanquecino que se colaba por entre el mosquitero. Luego, las alas neblinosas de la antigua Ashtophet volvieron a batirse en la noche y ella no volvió a responder durante mis pequeñas vacaciones, y yo no pude evitar sentirme embebido en los verdes efluvios de los celos. No podía soportar que los desconocidos placeres de la muerte pudiesen ser para ella, más atractivos que el calor y la verdad que mi vida le ofrecía. Mi humor se tornó sombrío, mis ojos, dos pozos de amarga desolación. Ya poco me importaban los dictámenes de la naturaleza, la continuidad de la conocida existencia. Solo quería arrastrarla, sacándola del Estigio para reanimarla con el ardor de mis besos, con la honesta propuesta de mi abrazo de amor inmortal. 

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