viernes, febrero 09, 2018

Marisa Virginia (doce)

 7 noches de interferencia en nuestro místico canal de comunicación derivaron en esta noche de viernes en la que el silencio preside con mucho miedo, los hilos de mi corazón. Daba vueltas el carnaval en el aire de las 22 horas. Con dificultad voy eligiendo las palabras, en una espuma de melancolía mortal voy ahogándome, terminar cada oración es una verdadera odisea, en la que me quisiera negar a narrar el triste final de esta historia de amor imposible, quisiera que con solo no contarla, dejase de suceder. Hay algo que vengo repitiéndome para acallar los fatales susurros de la soledad: No me arrepiento. Por más vacío de suspiros, por más anhelante y demolido que se encuentre mi corazón, volvería siempre a elegir la ruta perdida de su esperanza, el campo de batalla, la arena donde he dejado la coraza y la espada vamamente, volvería a morir por ella. Siempre. 
  Sin embargo esta noche elijo la vida, el carnaval, el vigoroso cantar de los coros que se hacen una sola materia con los espíritus ancestrales, volcando la alegría sobre un Montevideo que la esperaba reseco, y en esa lluvia de amor y colores, bañaré el hollín de mi pena. Voy a encontrar paliativo para el veneno del final en los volados tornasolados de las retiradas, a camuflar la muerte en la muerte de la murga, celebrando el milagro de estar, el regalo de éste acá y éste ahora. 
  Baja La Gran Muñeca. Sigo la procesión de la bajada con fuertes palmas y sonrisa de niño. El tablado ovaciona, tiemblan las raíces, la murga se va. Aún rebosante del embrujo de su canto, rodeo sonriendo, toda la larga pista. Me siento donde estaban los yuyos de blancas flores. Ahora no están, alguien con una bordeadora había dejado toda la zona despejada de rebeldes yuyos con delicadas campanitas blancas. Comienzo a terminar la historia de Marisa Virginia. Ha llegado el momento. 
  7 noches de interferencia vivimos con ella, a través del mágico correo que comunicaba la vida con la muerte, en la que ambos vivíamos y moríamos a la misma vez. Después que visité su tumba, era claro que ella se sintió vulnerada en su privacidad de fantasma libre y nuestra correspondencia se volvió escasa. Virginia me respondía desde su muerte con mensajes cortados con el cuchillo de sus miedos. Decidí escribir una acalorada poesía en la que conjurando los sentimientos que nos unían, la llamaba a la vida de nuestro insólito vínculo sexual. Ella respondió, esta vez extendiendose: 

"... Aprendí que aprendiste exactamente a dónde pegar, donde hundir tus cuchillos. Claro que me movió, me derritió y todo eso. Sin embargo, me doy cuenta tras una seguidilla inmensa se misivas que no puedo ni quiero abarcar esto. Estamos bien así, aunque el cuerpo y vos se empeñen en gritar lo contrario. Yo aprendí a que no quiero. Me parece una válida explicación. Te pido que este carnaval me dejes morir, eso es lo que quiero. Solo quería que supieras que no puedo seguir en este rollo de incitación-invitación-negativa-respuesta-juego-daño... los dos sabemos que no hace bien. Y yo intento estar bien, desde hace literalmente un año, el día de hoy. Ojalá entiendas. Siempre te voy a querer, dejémoslo así. Lo mejor para vos en todo, sabes que lo deseo."



Me dan las doce de la vieja catedral mientras reproduzco el texto de su respuesta. La noche está llena de miedos. 
  Al terminar de cantar La Gran Muñeca, me fui a sentar y a escribir este final que, postergado, voy narrando, ahora sentado en mi banco de la Plaza Matriz. Un viento como de muerte barre las hojas que él mismo tiró con la lluvia. Acaban de dar las 12. Las 0 horas de este sábado en el que la dejo morir, pero no para siempre.
 Me siento, como decía, en la pista, comienzo a escribir y enciendo el cigarrillo. Una fina cortina de gotas aparece muy gradualmente en el aire alto y luminoso del tablado. Muy fina, nadie acusa haberla notado. Sigo escribiendo mientras veo que llega un ómnibus y de él baja otra murga, casi apurada por actuar. De pronto se lanza a llover muy fuerte. Sin apuro salgo del tablado entre la masa de gente que, apurada o disfrutando, se resigna yéndose hacia la noche. Gracias a los 5 días de reposo que me dieron por el fuerte dolor de mi codo, no tengo prisa y la lluvia es acaso bendición de lavado para mi pesar de viudo joven. Camino bajo el cielo que se va descargando y de a poco mi ropa comienza a empaparse. Salgo a 18 de Julio y la lluvia para.  Voy caminando hasta la aduana. Todo el tiempo pienso en ella. Llego a la plaza Matríz y me siento en mi banco de siempre. Dan las 12 en la catedral, termino el relato. La dejo morir, pero no para siempre. 

FIN

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