domingo, febrero 11, 2018

Las Ánimas -5-

  Caminamos por la callecita hacia arriba. Poco a poco el jolgorio de la familia iba quedando atrás y los grillos y las ranas se apoderaban del silencio. La noche sin luna era una inmensidad que parecía irreal sobre nosotros. Rolo armaba exageradamente bien y rápido. Cuando quise acordar lo tenía prendido. Un inmenso caño de White Widow soltaba su inconfundible fragancia y ésta se hacía una con el aliento fresco del pasto y las leves emanaciones de las coronillas. Pitábamos.
 El cielo generoso de la sierra se abría como enseñando sus más antiguos secretos. Hubo instante de silencio. 
 Una tos. Otra tos. Una risa burlona, más tos y toses con gusto a jardín del Edén. Dos risas, un suspiro. Otro silencio. El cielo arriba, cada vez más impresionante, cada vez mas infinito. Ahora volvíamos. Un recodo en la bajada y la casa aparecía como un amarillo pétalo de alegría, casi perdido en la inmensidad de la noche. 
-Te juego una carrera - dijo mi primo.
-Vos sos idiota así siempre? O solo en los cumpleaños? Vos estás en pedo si te crees que yo voy a...
- Ah, cagón. Cagoncito loco.
- Rolo, sabés que no tenés chance, entre que abrís las gambas yo estoy adentro, papá, me recargué la copa de vino y vos estás recién diciendo "ya".
 Mi copa de vino estaba vacía y yo ni me di cuenta hasta que la levanté a la altura de mis ojos. La cara de mi primo mientras, a paso lento, me porfiaba que era más veloz que yo, se me hacía la viva imagen del caudal asombroso de competitividad que poseía mi familia.  Nos divertimos. El efecto del cogollo era sobrecogedor. Todo se aceleró en mi recuerdo ahora, pero sospecho que el tiempo se movía como una babosa, mientras entre carne, panes a la chapa y vino, abundante vino, se aproximaba el momento de la torta. 
 La tía estaba cocinando. Todo el tiempo dentro de su amplia cocina, donde era reina y señora, iba y venía elaborando las cosas más creativas y deliciosas que comí nunca jamás. Ni siquiera siendo un íntimo conocedor de la fauna gastronómica de Buenos Aires, puedo decir que conocí una jefa de cocina de la talla de mi Tía Olga. 
  Comí y comimos hasta el dolor total. Los hijos de Hugo y Silvia cabeceaban en el sillón del living frente a una película de Pixar. Mi padrino, militar retirado y mi padre, su hermano pseudo izquierdista, discutían sobre el Cebolla Rodriguez. El papá de Rolo intervenía haciendo vasto uso de la palabra en argumentos poco sólidos, evaporados con la ingesta inclemente del licor. El fútbol era su pasión más irreductible y nunca, nunca jamás se cansaban de discutir por pelotudeces relacionadas a la pelota. 
   Beatríz, la hermana de Silvia, salía por la puerta trasera de la casa con dos termos  que cebaban al empujar una pieza movil circular en la tapa y bajo el brazo, una pila de pequeños vasos térmicos. La tía quería que sus invitados espabilasen los ánimos y nos sirvió un delicioso café negro a todos. Cada uno agarraba de una bolsita azucar o edulcorante. Yo nada, lo tomo así, si quiero tomar azucar tomo Coca-Cola, nabo, le digo a Rolo que hacía caras de "ay café sin azúcar". Estaba bien fuerte y bien caliente. En 40 segundos estábamos al borde de un shock por cafeína. Ahí salió de la cocina, con una gran torta blanca y celeste que entre vanguardistas decoraciones, iba coronada con un "80"y una sola vela plateada igual que el número. 

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