sábado, febrero 03, 2018

Marisa Virginia (nueve)

No tardo Astophet en volver a batir sus alas de bruma sobre la cara frágil de nuestra lenta reconciliacion sobrenatural. No tardé en hacerla enojar, siempre ella tan susceptible, tan sensible como un árbol de luces en la tarde de los sentimientos secretos, siempre sin terminar de convencerse que soy un idiota, un idiota gruñón que no ha dejado de amarla ni por un segundo desde aquella primera noche que la vio con su hermosura, parada en la puerta del almacén, el mismo idiota que cegado por lo inexplicable, quiso besarla sin entender que estaba muy por fuera del protocolo. El mismo idiota que lloró su muerte y se culpó sin límite y se castigó a conciencia y que se sanó solito, en el tibio seno de la murga y en el salvajismo indómito de los servicios gastronómicos. El idiota que ama sin pensar y que cada tanto piensa sin amar. La hice enojar con mi estupidez de arrebato, porque sentí que dejaba yo de existir al creer, falsamente, que ella prefería los brazos de la muerte antes que los míos y en realidad, lo que me quiso decir, fue que por mis brazos podía trascender la muerte, volver a mi vida por una mirada más. Pero yo no entendí de tanto miedo que me dio todo. No entendí y ella se enojó. Entonces se desvaneció, se envolvió en un mutismo que me ocasionaba erupción de sarna del lado de adentro de la piel. La infernal resaca, las 3 horas de sueño y el dolor de mi codo no ayudaban en absoluto. Siempre fue como un picaflor asustadizo, y yo un ogro sensible que es mucho, mucho menos que su reputación. Corríamos en círculos de pánico por calles laberintos donde la luz se podía pudrir en un abrir y cerrar de un correo que conectaba la vida con la muerte. Mi muerte con su vida. Ahora había perdido el turno y lo inmediato se mostraba con disfraz de incertidumbre. Lo inusual es que ella se enojó al creer que yo, enojado, pretendía dañarla con palabras. Como si se pudiese también, matar a los muertos. Pero no hubo en mí, intención de daño alguna, solo impaciencia de temeroso distraído, solo un dolor de lejanía macerado un año en madrugadas de duelo sin testigos. Ahora me recorre un sentimiento parecido a la tristeza, que en los meandros de su "chau, de nuevo" me hace todo como tijeras por la piel. abunda, como dice la murga "la exquisita alquimia de morir y revivir". Una retirada que dura todo el rato, una retirada que es como el mar, como la lluvia. Mi niña de ojos nuevos, que llevó a pisar charcos bailando en el aguacero. Mi mano duele, duele de toda tu vida muerta, Marisa Virginia, duele en el medio se mi pecho. Esta mañana me emborraché con mil litros de tristeza y confusión. Pero ahora, en esta zozobra de barco roto explota un coro de espera pastosa en la frescura de mi sala de estar, acá donde nos amamos por última vez, aquella vez que los dos faltamos a trabajar para quedarnos abrazados, deseando vivos, que el tiempo no terminara nunca de pasar. Pero pasó. El silencio se va haciendo arena, el cielo cristaliza como una tarde de verano, anda el carnaval por la calle, descalzo y sin remera, todo se me junta y se mezcla en el caldo de una confianza extraña, como de desapego, que me susurra al oído que todo va a estar bien, que simplemente son ajustes o afinaciones de dos orgullosos sin remedio, que se quieren, eso sí. Que la voy a ver en la noche de carnaval y sus ojitos de luna me mirarán con ternura y reproche. Que va a volver a la vida en la calle de mis brazos. Que nos vamos a abrazar, que nos estamos abrazando entre las lágrimas del último adiós la sonrisa de la primera vez. Será más largo que nunca el día de hoy, mientras espero un correo mágico que con seguridad no llegará hasta dentro de un tiempo que para mí, más que largo, será el infinito tiempo de la muerte. 

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